Ahí estaba yo,
caminando por la calle, caminando casi sin sentido, ocupado pensando en el
billete de 20 que pesaba en el bolsillo. Me molestaba pues era todo el dinero
que tenía. Un solo billete, blando y suave en el bolsillo. Al fin y al cabo era
un papel, pero un solo papel era todo el dinero que tenía. Uno solo. Eso me
molestaba.
Como
un rayo de luz en medio de una tormenta,
un café minimarket aparecía en la calle del frente. No puedo decir que realmente
hubiese un rayo de luz, estaba nublado como cualquier día. Casi esperanzado, no, ansioso entré a la
tienda, con la mano lejos del bolsillo en el que estaba el billete, como con
repulsión. El lugar estaba repleto. Y
por repleto me refiero a tres señoras conversando con una taza de café
sencillamente envidiable, un tipo solitario de cabello descuidado y barba
crecida que sorbía su café al lado de una bosa de golosinas.
El
billete me pesaba, mucho, realmente mucho. Necesitaba cambio. Le pedí salame.
Salame ¿por qué no?
El
hombre me miró de reojo. ¿Quién pide solamente salame? Me encogí de hombros
cuando me preguntó si quería algo más. “782” pronunció él. ¿Tan poco? Pensé y
un escalofrío me recorrió los hombros. El billete me volvió a pesar en el bolsillo.
Alargué la mano al pantalón y saqué el
billete. Lo agité en el aire, como si quisiera limpiarlo de la impureza que
había creado en mi bolsillo. Se lo pasé
y me quedó mirando con una cara de mierda. Otro escalofrío me recorrió el
cuerpo.
“¿No
tiene sencillo?” Me preguntó y me encogí de hombros nuevamente. “No” respondí y
en el momento se me contrajo el estómago, la garganta y las pantorrillas me
empezaron a temblar. El bolsillo de la chaqueta me empezó a pesar. Tenía un
billete de dos olvidado en la chaqueta.
Pero necesitaba deshacerme del de 20. El de 20 el de…. Me encontré con la
mirada del vendedor, arrogante e impaciente. “Espere…” le dije y dejé las cosas
en el mostrador, la bolsa con mi lector digital, unas carpetas del trabajo y la
mochila. La campanilla de la puerta sonó aguda.
Me
empecé a palpar el cuerpo “en busca de dinero”. Los pantalones, el trasero, la
chaqueta (golpear el bolsillo con el billete de 2 sintió como recibir una
patada). No podía decirle al vendedor que “no tenía sencillo”. Noté cómo mis
manos temblaban. Si le decía que no él iba a notar que mentía, que tenía más
dinero, que lo estaba usando, que no quería su salame.
“Disculpe…
¿A cuánto está esto…?” susurró una mujer detrás de mí. Casi sentí su aliento repulsivo en mi cuello.
Me sacudí violentamente. No. No. El hombre me miró y abrió la boca para hablar.
No, se iba a dar cuenta. No. Tomé mi mochila y corrí. Corrí hasta que me di
cuenta que estaba tiritando en el suelo.
Había resbalado y caído de bruces en el cemento. Derrotado y aún
temblando, me levanté y me puse a caminar. Solo un rato después me di cuenta
que mi mochila estaba abierta y había dejado el resto de mis cosas en la
tienda. Un largo aguacero se ciñó sobre mi cabeza. Caí en cuenta que en la
bolsa tenía un paraguas. Y mi lector. Y
también mi dinero. Ese condenado billete de 20. Y al fin y al cabo, era solo un
papel.
Basado en la historia
de mi profesor de lenguaje en media, al perder su 4° lector digital.
Escrito en 2014
No hay comentarios.:
Publicar un comentario