Era
de noche y no podía dormir cuando escuché el más triste de todos los sonidos.
Largo y agonizante, un triste murmullo en mi habitación vacía, nada o nadie
estaba ahí excepto yo. Otra vez se
escuchaba el gemido ahogado. ¿Venía de las paredes? Me di vuelta en la cama y
pegué la oreja a ella, esperé y en un ciclo que parecía periódico, la tristeza
volvió a mí y solo yo solo escuché mi pulso rebotar en el frío ladrillo. Me
paré de la cama, que a esas horas de la noche parecen dos metros. Y vagué en los
desolados kilómetros de una habitación pequeña. Entonces me volví a la cama,
ese saco de espuma revuelta, y sin querer hacerlo, mi garganta silbó una vez
más.
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domingo, 7 de mayo de 2017
Paloma
Era
tarde. Bueno, tarde para ella, no eran más que las cinco. Caminaba su camino a
casa. Miró sus pies, el cielo y a su derecha. Una paloma cruzaba la calle
caminando. Un pequeño grupo de personas estaba a su lado. No se había percatado
de sus existencias. Seis personas
sentadas en el cemento, mirando a la paloma, esperando que llegara a
ellos. El ave daba un paso y se detenía,
esperaba que pasara un auto y… parecía reventarse bajo una rueda.
¿Por qué escoge caminar por la calle, llena
de autos, cuando tiene alas? ¿Por qué, si puede volar a lugares desde los
cuales, ser terrestre, nunca verá? ¿… cuando está dotada de una libertad menos
ilusoria que la nuestra?
Se
sentó a ver a la paloma. ¿Por qué no
batía sus alas? Una paloma no debía caminar, no así, no ahí. De nuevo, casi
la arrollan.
El
público, confuso y excitado, la paloma va a tocar la vereda. Sube una pata y…
se detiene. Mira a los ojos de su audiencia.
Para
ella, ojos rojos sin ningún sentido. Parecía que lo hacía porque podía, por hacerlo, para mostrarse capaz de caminar.
La
gente se aprieta más para ver el paso final de la paloma. Y salta. Se va
volando.
Uno
a uno, vuelven a ser. Se van. Todos tenían un camino. La paloma fue solo un
episodio más.
Ella
se levanta también. Todo su cuerpo se mueve a donde estaba la paloma y empieza
a caminar por la calle.
En
la vereda, un grupo de palomas se reúne.
La
observa.
Ella
abre los brazos. Y salta…
Stars
And for us, those who live in the bug shiny cities of dreams, glass and
shit, the stars have fallen shut. We've forgotten the tininess of our feet,
that our shoulders have nothing to lift but our heads, and that the only thing
our chests has to bear is the weight of our heart.
The compressing black of the night's ground has disappeared from the
minds of street lights. The fear of the dark has creeped out of our
consciousness into places no one wants to see, and yet, everything we love,
everything we can love, is human.
Ideas are all we know.
As we shut down the nightlights, we are absolutely terrified of shutting down, of turning off, of simply
stop (being), and also, there are the ones that desire it the most.
We need to be reminded of the endless time and that we’re not; that we
can’t see in the dark, that we long for
warmth and the universe is getting colder until particles stop spinning. We
need to be reminded to (to be able to) live, we need stories to cut our veins
just to watch them heal.
I need to see the stars.
Suicidio
El día en el que me
suicidé me había levantado sintiéndome extraño, no quería morir, no lo
necesitaba pero tenía una pequeña pero persistente sensación en el pecho, como
su tuviese una pesa colgando del corazón que se balanceaba con cada movimiento
que hacía. Creo que ese día fue relativamente normal, ver a mis compañeros y
asistir al colegio, como siempre, escucharlos hablar y reír mientras felizmente
desde una cierta distancia y, lentamente, a medida que sus palabras se van
colando por mis oídos, la pesa oprime sutilmente mi pecho, dejando colgar todo
su peso en un pequeño hilo atado a mi corazón, oscilando interminablemente,
hundiéndome en mí mismo pero conservando la sonrisa en mis labios. Creo que esa
fue la primera vez que pude describir esa sensación.
Después de clases
volvía a casa, me había bajado de la micro y caminaba para cruzar la calle a
otro paradero y me detuve en seco. El semáforo seguía en rojo y me incliné a
observar los autos pasar, como una llamarada incesante de motores que rugían
agonizantemente ante la amenaza de que su fluido vital se acabara para dejar a
sus amos a merced de sus propios destinos en medio de una carretera con poco o
ningún sentido que la velocidad arrasante con la que se movían. Eran tan
rápidos que me quedé pasmado y aturdido viendo sus rueditas cómo pies de niño
avanzar hacia mí y dejando tras ellos solo un soplo de viento contaminado y
polvoriento que hace arder mis ojos a cada segundo que desperdicio
abstrayéndome en la simple rapidez, tan absoluta y tan imparable. ¿Qué pasaría
si se detuviesen de un momento? Me costaba imaginarlo sin una pared invisible o
sin que desaceleraran lentamente, parecía imposible. ¿Qué harían ellos si
chocaran, si sus autos se detuviesen y ellos continuaran moviéndose? Vi cuerpos
salir disparados por los parabrisas pero se quedaban ahí, en el aire de mi
imaginación sin llegar a concretarse en una esquina de mi mente llena de la
velocidad de los autos. De esos autos que pasaban tan cerca de mí y eran
totalmente ajenos a mi existencia, para ellos como para sus amos, soy solo un
transeúnte más. Tan rápidos e incontables autitos a no más de treinta
centímetros que solo mantenían la prudencia del buen ciudadano. ¿Qué nos
impedía chocar realmente? Solo hacía falta dar un paso y sabría lo que se
siente adquirir la velocidad de algo así de rápido. Mi estómago se contrajo
cuando escuché la ráfaga de viento de un auto al dejarme atrás, el péndulo pesó
más en mi pecho y apuntó a la calle.
Teoría del caos
Era un día normal. Tenía que serlo. Estaba esperando el bus,
llegaba tarde. Hacía frío para la hora. En la cuadra siguiente una mujer le
tiraba semillas a palomas que formaban un enjambre furioso de hambre,
desesperación y plumas. Seguían cayendo
del cielo. El semáforo cambia a amarillo. La última pata callosa tocó el suelo.
Y empezó. Bocinazos escandalosos me jalaron los audífonos fuera de las orejas.
Un auto se detuvo en la intersección y tocaba con fuerza la bocina. Se podía
escuchar el odio. Los autos se amontonaban más irritados que sus conductores.
Una de
las palomas se quedó quieta, la última que había bajado del tendido de luz. No
se podía ver bien a esta distancia, pero algo se rompió dentro de ella. No
debió haber bajado.
Había
mucho ruido. El orden de los autos alineados a mi derecha era demasiado
perfecto. A diez centímetros de la vereda. Verde, azul, rojo, gris, gris, rojo.
¿Por qué verde, azul, rojo, gris, gris, rojo?
La
paloma seguía mirando. Los colores se desvanecían y otros brillaban demasiado.
Y solo con un audífono puesto lo entendí. El mundo estaba acabando.
Una
señora se acerca a preguntarme en cuánto pasa el bus. Mi amiga responde por mí.
Se me olvida cómo hablar, los sonidos y las palabras dejan de hacer sentido.
Estoy dejando de existir. Miro al cielo, alcanzo a ver todas las estrellas.
Chocan. El cielo se enciende en gritos de miembros desgarrados. Los autos chocan
también. Se apilan en llamas de gasolina azul.
La
señora deja de darles semillas a las palomas. Se acabaron. Ellas remontan
vuelo. No más picos hambrientos ni ojos inyectados en sangre. No más plumas
sucias atascadas en la garganta.
El auto
que obstruía el tránsito se mueve. El tránsito fluye. Los conductores vuelven a
estar más irritado que sus autos.
El
gorrión muerto a mis pies se levanta.
Y el
mundo vuelve a girar.
Viejas
Lentamente
llegaban las viejas, algunas en prendas como harapos, otras con faldas
apretadas y finas chaquetas de mezclilla, con bajos y altos tacones. Las seis
mujeres cerraron la puerta tras ellas y se apoderaron de la mesa de roble
barnizado. Múltiples ceniceros estaban desparramados juntos y separados,
algunos habanos se prendieron y otros cigarros también. Una de las viejas sacó
una botella de whiskey y varios vasos, no todas aceptaron. Pronto la habitación
se tiñó e inundó por el humo del tabaco espeso y caliente, entonces los
preparativos terminaron.
Se sentaron y de los cajones
ocultos en el roble emergió una baraja de cartas antiquísimas, hermosas
decoraciones las surcaban y el olor de los años y otros tiempos estaba
impregnado. Algunas chaquetas de mezclilla cayeron al suelo y algunas hebillas
de cinturón se aflojaron. Una mano huesuda revolvía las cartas con habilidad y
destreza mientras la boca sostenía la colilla casi extinta de un cigarro
consumido con esmero. Las cartas volaron a las manos ansiosas, ocho a cada una,
luego reposaron al centro de la mesa y las ágiles pero oxidadas manos de las
seis mujeres comenzaron a intercambiar cartas con el centro, a intercambiar
miradas acorraladas, otras satisfechas y complacidas, solo un par de pokers de asomaban
en las caras.
Luego una de las mujeres golpeó
la mesa gritando, dos mujeres se habían pasado cartas por debajo para
arruinarle la partida, el whiskey se derramó, perdiendo las manos entre las
cartas. Otras dejaron sus manos y los cigarros aparte para sujetar los brazos
de la encolerizada mujer histérica por haber sido arruinada cruelmente y
engañada.
El reloj de la pared marcó las
ocho, las campanadas pasaron y todas, automáticamente, soltaron las cartas,
bebieron todo el whiskey y apagaron todo
lo que fuese que hubieran fumado, esas dos horas habían acabado
vacíamente. ¿A quién le importaba la
pelea? La partida había terminado y debían volver a sus vidas. Cuando cruzaron la
puerta se encorvaron, dos se pusieron lentes de botella que solían usar, una se
bajó la falda hasta debajo de las rodillas y se ató los zapatos, otra se
levantó las medias, la que había gritado se ajustó el cinturón, la última
cambió su dentadura postiza por una más amarillenta y roída, cerró la puerta
con llave y esta la colgó del pomo oxidado, las tablas crujían a medida que
abandonaban el desván.
¿A quién se importaría entrar
donde unas viejas alcanzaban a vivir un par de horas a la semana?
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