Lentamente
llegaban las viejas, algunas en prendas como harapos, otras con faldas
apretadas y finas chaquetas de mezclilla, con bajos y altos tacones. Las seis
mujeres cerraron la puerta tras ellas y se apoderaron de la mesa de roble
barnizado. Múltiples ceniceros estaban desparramados juntos y separados,
algunos habanos se prendieron y otros cigarros también. Una de las viejas sacó
una botella de whiskey y varios vasos, no todas aceptaron. Pronto la habitación
se tiñó e inundó por el humo del tabaco espeso y caliente, entonces los
preparativos terminaron.
Se sentaron y de los cajones
ocultos en el roble emergió una baraja de cartas antiquísimas, hermosas
decoraciones las surcaban y el olor de los años y otros tiempos estaba
impregnado. Algunas chaquetas de mezclilla cayeron al suelo y algunas hebillas
de cinturón se aflojaron. Una mano huesuda revolvía las cartas con habilidad y
destreza mientras la boca sostenía la colilla casi extinta de un cigarro
consumido con esmero. Las cartas volaron a las manos ansiosas, ocho a cada una,
luego reposaron al centro de la mesa y las ágiles pero oxidadas manos de las
seis mujeres comenzaron a intercambiar cartas con el centro, a intercambiar
miradas acorraladas, otras satisfechas y complacidas, solo un par de pokers de asomaban
en las caras.
Luego una de las mujeres golpeó
la mesa gritando, dos mujeres se habían pasado cartas por debajo para
arruinarle la partida, el whiskey se derramó, perdiendo las manos entre las
cartas. Otras dejaron sus manos y los cigarros aparte para sujetar los brazos
de la encolerizada mujer histérica por haber sido arruinada cruelmente y
engañada.
El reloj de la pared marcó las
ocho, las campanadas pasaron y todas, automáticamente, soltaron las cartas,
bebieron todo el whiskey y apagaron todo
lo que fuese que hubieran fumado, esas dos horas habían acabado
vacíamente. ¿A quién le importaba la
pelea? La partida había terminado y debían volver a sus vidas. Cuando cruzaron la
puerta se encorvaron, dos se pusieron lentes de botella que solían usar, una se
bajó la falda hasta debajo de las rodillas y se ató los zapatos, otra se
levantó las medias, la que había gritado se ajustó el cinturón, la última
cambió su dentadura postiza por una más amarillenta y roída, cerró la puerta
con llave y esta la colgó del pomo oxidado, las tablas crujían a medida que
abandonaban el desván.
¿A quién se importaría entrar
donde unas viejas alcanzaban a vivir un par de horas a la semana?
Escrito entre 2014-2015
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