Y me siento aquí, esperando por
un amigo. Veo a una señora rebuscar en la basura, apoya su bastón para ayudar a
sus tobillos a punto de reventar a
caminar en los tacos que sus años dejan detrás; una mujer que me hace sentir
delgada, su cabello corto y rubio me
perturban; una mujer en traje nativo mapuche camina apurada mientras le hace
gestos a su hija, supongo, para que vaya más rápido. No los escucho, la música ensordece
mis pensamientos en palabras y dejan ante mí la realización de la absoluta
normalidad, de cómo cada uno de nosotros quedamos junto de la casilla infinita
y pequeña del ser humano, de la normalidad de los pasos de cada uno, de cómo
nuestros talones tocan la tierra olvidada del suelo; pero aún así veo la
diferencia en todos, tan infinita y horrorosa. Nuestras diferencias similares
que resuenan en el paso de nuestros corazones bombear, de nuestras voces tronar
juntos al sofocante ruido de los vagones chocar rápidamente contra los rieles
que mueven su voluntad arbitraria.
Una niña de vestido negro con su
hermano bromean alegremente. Un grupo de señoras de cabellos teñido y años
gastados, una de ellas lleva una cruz religiosa en su vestido, me pregunto qué
será lo que la arraiga a su fe; guardias indiferentes a la injusticia cuyos
ojos son ciegos y envueltos; un hombre que lleva adornos navideños. Entonces me encuentro escribiendo estas
palabras entre la gente que escribo, ajenos a mis miradas, a que sin ser
conscientes que han pasado a ser parte de una realidad que olvido y recuerdo a
cada momento, entre sus miradas ignorantes a mi realidad y yo a las suya, entre
su indiferencia y a mi presencia siguen su camino preguntándose qué hago
sentada en el suelo de la estación de metro entre la absoluta normalidad
singular de un día a las cuatro treinta mientras espero a un amigo.
Escrito entre 2012-2013
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