El día en el que me
suicidé me había levantado sintiéndome extraño, no quería morir, no lo
necesitaba pero tenía una pequeña pero persistente sensación en el pecho, como
su tuviese una pesa colgando del corazón que se balanceaba con cada movimiento
que hacía. Creo que ese día fue relativamente normal, ver a mis compañeros y
asistir al colegio, como siempre, escucharlos hablar y reír mientras felizmente
desde una cierta distancia y, lentamente, a medida que sus palabras se van
colando por mis oídos, la pesa oprime sutilmente mi pecho, dejando colgar todo
su peso en un pequeño hilo atado a mi corazón, oscilando interminablemente,
hundiéndome en mí mismo pero conservando la sonrisa en mis labios. Creo que esa
fue la primera vez que pude describir esa sensación.
Después de clases
volvía a casa, me había bajado de la micro y caminaba para cruzar la calle a
otro paradero y me detuve en seco. El semáforo seguía en rojo y me incliné a
observar los autos pasar, como una llamarada incesante de motores que rugían
agonizantemente ante la amenaza de que su fluido vital se acabara para dejar a
sus amos a merced de sus propios destinos en medio de una carretera con poco o
ningún sentido que la velocidad arrasante con la que se movían. Eran tan
rápidos que me quedé pasmado y aturdido viendo sus rueditas cómo pies de niño
avanzar hacia mí y dejando tras ellos solo un soplo de viento contaminado y
polvoriento que hace arder mis ojos a cada segundo que desperdicio
abstrayéndome en la simple rapidez, tan absoluta y tan imparable. ¿Qué pasaría
si se detuviesen de un momento? Me costaba imaginarlo sin una pared invisible o
sin que desaceleraran lentamente, parecía imposible. ¿Qué harían ellos si
chocaran, si sus autos se detuviesen y ellos continuaran moviéndose? Vi cuerpos
salir disparados por los parabrisas pero se quedaban ahí, en el aire de mi
imaginación sin llegar a concretarse en una esquina de mi mente llena de la
velocidad de los autos. De esos autos que pasaban tan cerca de mí y eran
totalmente ajenos a mi existencia, para ellos como para sus amos, soy solo un
transeúnte más. Tan rápidos e incontables autitos a no más de treinta
centímetros que solo mantenían la prudencia del buen ciudadano. ¿Qué nos
impedía chocar realmente? Solo hacía falta dar un paso y sabría lo que se
siente adquirir la velocidad de algo así de rápido. Mi estómago se contrajo
cuando escuché la ráfaga de viento de un auto al dejarme atrás, el péndulo pesó
más en mi pecho y apuntó a la calle.
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