Hay un hombre en la esquina, sentado sobre una pila de
huesos. Él los cuenta y limpia con un viejo cepillo y un café humeante al lado.
Es un hombre viejo y ya le cuesta caminar, las arrugas bajo sus ojos cuentan
sus años. Siempre viene los martes, al igual que yo.
Lo
saludan los huesos más antiguos, los restos de un fémur, media mandíbula, un
omóplato roído y un par de dientes; todos siguiendo el circulo de la mesa.
Tenía
una pila de dientes que estaba inclinándose hacia su café y él la enderezó con
delicadeza maternal. Las mesas a su alrededor se vaciaron rápidamente cuando él
empezó a usar otras mesas a su izquierda para colocar más huesos amarillos y
roído, otros blancos y pulidos. También había un mechón de cabello atado con un
lazo azul que parecía de recién nacido.
El café
estaba casi vacío y los meseros solo atendían las mesas al aire libre.
Cuando
el hombre terminó había dispuesto de 229 huesos y tres mechones de cabello en 8
mesas. Se había sentado en una silla cuando los huesos se acabaron. Levantó la
taza de café hace tiempo frío. Y se levantó él también, mirando todos los
huesos y los cabellos, deteniéndose en cada uno de ellos, dedicándoles una
sonrisa única a cada uno, un recuerdo a todos. Brindó con el café y el rostro a
punto de romper en llanto. Brindó por
cada uno de ellos con la tristeza de cada uno, por los recuerdos que nunca se
desvanecen de la mente de un inmortal. Porque el precio es ese, llevar contigo
a quienes haz amado.
La luz
del sol se reflejó sobre el oro engarzado de la falange de un dedo corazón. El
engarce había sido un anillo si no mal recuerdo.
Y ese
martes me tenía que ir, porque tenía un funeral al que asistir y un dedo que
cortar.
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