Fue
un día en el que salí sin reloj de la casa, con el celular descargado. Estaba
apurada, tenía una reunión a las 9:10 y
sabía que salía tarde, el último momento en el que vi la hora fue en el reloj
del microondas. Ese 7:53 parpadeante me irritaba de una forma sobrenatural,
después de todo, brillaba intermitentemente.
Tomé un bus. Es decir,
realmente, a decir verdad… Esperé un bus. Durante 15 minutos, creo… (intenté
contarlos en mi cabeza). Una cosa que realmente me molesta mucho es salir
apurada, todo el asunto de hacer todo rápido y preocuparse de mirar la hora lo
encuentro absurdo. Pasaron taxis – para los cuales no tenía dinero –
colectivos, autos particulares, otros buses, hasta un vecino sínico que simuló
no verme. Y esperé hasta que pasó el bus. 8 paradas después, me bajé. Caminé
tres, cuatro, cinco cuadras hasta el paradero del siguiente bus que tenía que
tomar. ¿O fueron dos, no más? De cualquier modo, estaba en otro paradero,
esperando otro bus. Y pasó la hora…
Llegaron tres personas más al paradero.
Una joven, una señora mayor y un hombre de corbata. Siguió pasando el tiempo. Y
siguió pasando. Por supuesto, no tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde
que salí de la casa así que me empecé a urgir: debía llegar a tiempo a la
reunión. Entonces, tenía dos opciones:
uno, preguntarle a alguien a hora; o dos, quedarme con la duda. Ambas opciones
tenían complicaciones: por un lado, con la primera opción cabía la posibilidad
de que quedara poco tiempo antes de la reunión – ¿qué pasaría si fueran las
9:03 y todavía tenía al menos 40 minutos más de viaje? – y entones, me pondría
ansiosa; pero por otro lado, el simple hecho de no saber qué hora era me ponía
ansiosa, incluso detestando la idea de mirar la hora, si cuando ando con algo
con la hora, ni lo miro. Decidido: preguntaría la hora. Ahora el problema era a
quién preguntarle. La joven encontraría extraño que alguien se le acercara a
preguntarle la hora, ya no se hace eso. El hombre de corbata seguro tendría
reloj, pero no me gustaba su nariz, no me acercaría a ella. Así quedaba la señora, la viejita con vestido
floreado y tacos bajos.
Lentamente me acerqué por el
costado, un poco más atrás, sería inapropiado acerarse de frente, con un
objetivo claro, ni siquiera conocía a la señora.
– Disculpe, señora.
– ¿Sí?
– ¿Tiene hora que me pueda
decir?
–
Sí… por supuesto… son las 54:97:11
– ¿Disculpe?
– ¿No escuchó? Son las 54:97…
oh… 10.
– No le entiendo… Necesito la
hora.
– Pues se la acabo de dar.
Extrañada, me alejé de la señora
para dirigirme al hombre de corbata.
– ¿Disculpe… tiene hora?
– Eh… Sí, pero no sé de qué le
pueda servir…
Alargó el brazo y dejó a la vista un reloj digital.
– Son las…. 35:134:04:07:34
Me acerqué más y efectivamente,
el reloj decía 35:134:04:07.
Desconcertada, me acerqué a la joven y le preguntó lo mismo. Estaba con
audífonos. Sacándoselos, bajó a la calle para usar la altura de la vereda del
paradero para abrocharse más cómodamente los zapatos.
– Le dije: ¿Tiene hora?
– Ah… sí… son las… Oh no… Son
las 0,1…
– ¿Qué significa eso?
– Significa que…
No alcanzó a terminar la frase
cuando un auto la arrolló, matándola al instante.
Anonadada, me quedé mirando como
al par de segundos llegaba a una ambulancia.
Las ambulancias generalmente no llegaban tan rápido… ¿Hace cuánto que no
salía de la casa para que el sistema de emergencias hubiese evolucionado tanto?
Los paramédicos nos informaron
que debíamos continuar con nuestro camino, nos guiaron al siguiente paradero
para esperar el bus. Ni la señora ni el hombre de corbata parecían afectados
por la muerte de la joven.
– Uno tiende a asumir que la
gente joven va a morir después que uno… Pero nunca se sabe.
Comentó la señora, caminando a
mi lado.
– No entiendo…
– No hay nada que entender,
querida, simplemente la gente se muere.
– No… la hora… ella dijo 0,1 y
un par de segundos después murió.
– Eso pasa cuando te llega la
hora, hija, te mueres.
– Yo solo quería saber la hora.
– Pues son… –alargó el brazo y
dejó ver un reloj de cobre antiguo– son las 54:96:43.
– No, no eso. La hora real, la
hora del día, am o pm, 24 horas, eso.
– Ah… Cuánto lleva vivo el día.
¿Por qué no dijiste antes…? Son las 8:27.
– ¿Y qué son los otros números?
– La hora de mi muerte, por
supuesto.
– ¿Qué?
– Si miras un reloj con la suficiente
concentración, puedes ver la hora de tu muerte. ¿No lo sabías, querida?
No volví a preguntar la hora.
Escrito entre 2015-2016
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