El techo se alzaba sobre mí. Alto, imponente y aun así, sumido en
sombras, las luces colgaban de cadenas, moviéndose al ritmo de la ventilación.
Es estúpido que un supermercado tenga techos tan altos. Me apoyé sobre el carro
de compras mientras veía la fila alargarse hasta las cajas. Suspiré y le eché
un vistazo a mi hermana. La pequeña pendeja ruidosa cleptomaniaca estaba
revoloteando entre la gente, sacando pequeñas cosas de los carros de la gente
que hacía fila para tirarlas sobre el nuestro. Sacaría todas esas chucherías
del carro antes de que fuera mi turno.
- ¡Ignacia ya para! – gruñí, molesto. – Se supone que te comportes como
la mayor.
Ella no me escuchó y siguió en lo suyo. Me di la vuelta y casi era mi
turno, así que empecé a descargar mis cosas sobre la cinta transportadora del
mesón. Al terminar alcé la mirada y me encontré con la suya.
No lo admitiría, pero ella era la razón por las que hacía las compras a
estas horas de la noche.
La cajera me miraba con una sonrisa que me hacía sentir cálida, no pude
evitar sonreír como estúpido de vuelta, soltando una risa nerviosa. Era pequeña,
trenzas de rojo oscuro enmarcaban sus hombros estrechos mientras pasaba los
productos por el lector y ojos miel fijos en su tarea.
Por un segundo, se detuvo, examinando un paquete de tallarines.
- ¿Compra del mes, no? – me preguntó sonriendo de nuevo.
Algo dentro de mí gritó en desesperación, intentando contenerme de decir
algo estúpido a continuación.
- Sí, sí… - mascullé, riéndome nerviosamente. - ¿Mucha gente hoy?
Ella alzó la mirada y soltó un suspiro.
- Sí, es la quincena, pero no tanta gente como la última vez que te vi.
Enmudecí un segundo mientras sentía mis mejillas calentarse.
- Vienes seguido, ¿vives cerca o las ofertas te atraen?
Reí nerviosamente, jugueteando con las basuras y amuletos en los
bolsillos de mi chaqueta.
- Vivo al otro lado de la ciudad, pero los descuentos son… - dije,
perdiéndome un segundo en el movimiento de sus manos – irresistibles… ¡Y me queda cerca del trabajo! – añadí,
apresurado para no parecer tan desesperada.
Ella, de nuevo, solo sonrió y volvió la mirada hacia mí.
- ¿Débito o crédito?
- Efectivo – dije, mientras buscaba entre mi alforja por la billetera.
Huesos, piedras, ramas, cuarzo, papeles y carbón, todo lo que necesito
menos la billetera. Toqué rápidamente los bolsillos de mis pantalones, mis
manos temblando ante las miradas desaprobatorias de la gente detrás de mí. Apúrate.
Saqué mi mochila del carro de compras y dios, qué estaba pesada. Mi
pecho se apretó con la ansiedad de presumir qué había adentro. Lentamente, y
moviéndome para que la gente de atrás ni la cajera vieran los contenidos de mi
mochila, la abrí y metí la mano para seguir buscando la billetera. Toqué
paquetes de galletas, cuchillos, tazas y todas las cosas que mi hermana metió
de contrabando. Pero era muy tarde para sacarlas y pretender que había olvidado
ponerlas con las demás cosas.
Por eso me había dejado ahí.
Cerré mi mochila con cuidado y palpé mi pecho para sacar la billetera
del bolsillo interior de la chaqueta.
Le pasé el billete más grande que tenía y al recibirlo, sus manos se
demoraron un poco, tan solo un poco más en retirarse.
- Tranquila – susurró.
Esperé por el vuelto y de nuevo, sus manos envolvieron las mías al darme
los billetes y monedas. Sus dedos rozaron el azufre y la sal tatuados en mis
nudillos.
Un escalofrío me recorrió, no podía apartar la mirada de sus ojos.
- Mi nombre es Camelia – susurró, con esos grandes ojos café. - ¡Qué
tengas un buen día! – añadió más alto, volviendo a un tono profesional ausente
en toda la conversación.
Y volvió la mirada al siguiente cliente en fila.
Es de noche, recordé, mientras le pasaba unas monedas al
chico del empaque y metía mis bolsas dentro de mi carrito de mano.
Al traspasar las puertas automáticas del supermercado fui cegada un
segundo por las luces de un coche doblar en la esquina, enviándome a otro mundo
tan solo por un segundo. Al volver sacudí la cabeza y Muriel estaba a mi lado.
- Tu hermana me dijo que te esperara acá. – me informó con su voz tan
inexpresiva como siempre.
Suspiré, esa vieja bruja siempre desaparece cuando le conviene.
- Es mejor si no vuelves solo. –siguió y emprendió la marcha.
La ciudad… es la ciudad, no tengo otro modo de describirla. Serpentea y
gira en torno a los cerros sobre los que se asienta. Respira al ritmo de los
pies sobre su cemento, sobre sus adoquines. Su lógica vertical nos condiciona
en nuestro movimiento.
Mientras caminamos, las calles giran, subimos y bajamos hasta que
nuestros pies están arriba y el carro cuelga de mis manos. Las calles paralelas
a los acantilados en esta ciudad nos recorren como médula espinal, los pies de
nuestras criaturas sujetos a ellas por una magia tan antigua que ni siquiera yo
comprendo.
Muriel, a mi lado, camina tan solo un paso más atrás. Él es una alta
figura inamovible, una complexión dura y pesada en contraste a la amabilidad de
su mirada, en esos lánguidos ojos verdes, escondidos por la capucha. No habla,
casi nunca habla cuando estamos juntos, cuando está con otra gente, pero su
expresión está en las paredes de la ciudad. Él es el dueño, el autor del arte que nos
rodea, sus figuras y colores, sus mensajes encriptados están en cada mural, en
cada casa abandonada. Me detengo un
momento, mirando al otro lado de la calle, Muriel también, pero sus ojos están
perdidos en busca de un nuevo lienzo.
- El metro está cerrado. –
declaré, mi voz denunciando mi decepción.
- Por eso te acompaño a tu casa. – me recordó Muriel.
- Gracias, hermano. – le dije, mientras apretaba su hombro con la mano
libre.
- A tu hermano no le gustaría que me llamaras así – dijo, volviendo a
caminar, pasando el cartel del metro y hacia los semáforos.
- Mis hermanos están locos, Muriel. – comenté, retomando la marcha tras
él.
Y caminamos, creo, durante toda la noche. No bromeaba cuando dije que
vivo al otro lado de la ciudad, más allá, incluso.
Amanecía cuando llegamos a la quebrada. Suspiré al ver la escalera
frente a mi, vertical e imponente. Subirla con el carro iba a ser complicado,
pero veía el camino fácilmente, ahí, entre las salientes entre los escalones,
cada uno más alto que Muriel y yo juntos, él había pintado en espirales morados
los lugares en los que era más fácil apoyarse para escalar.
Entonces sentí un cosquilleo detrás de mí, una presencia efímera e
inquietante, un roce suave justo por sobre la correa de la mochila en el
hombro. Me giré y esos ojos cafés me desconcertaron.
Ella sonrió antes que pudiera reaccionar.
- Hola.
- Camelia… - susurré y ella se me adelantó, con un paso juguetón.
- Así que vives por aquí… - me dijo, mirando la escalera en frente de
nosotros. – No te preocupes, yo también vivo por acá, pero no caminé toda la
noche, ¿no?
Soplé aire por la nariz incómodamente antes de sonreírle como estúpida.
- Haha, sí… Vine caminando con mi amigo, Muriel.
Él solo le dedicó una mirada y una leve reverencia con la cabeza, ella
hizo lo mismo.
- Creo que vamos en la misma dirección. – dijo y trotó hacia la
escalera.
Había algo en la forma en la que se movía que me hacía sentir que algo
no estaba bien, que ella había aparecido aquí a propósito. De todas formas, no
podía evitar querer seguirla.
Sin poder sacarme la sonrisa de la cara, empecé a escalar las escaleras
a su lado.
Cada peldaño es un mural pintado por mi amigo, colores brillantes que se
pueden ver incluso en la noche. Son las confesiones y el retrato histórico de
los recuerdos y sensaciones de Muriel en esta escalera. Él nunca pinta algo
fuera del lugar en que lo sintió.
La subida nos tomó media hora, al menos, era difícil escalar con una
sola mano, mientras sostenía el carrito. Y estando distraído por ella. Camelia
hablaba, hablaba de todo y nada, palabras vacías de significado como una
canción de la que solo puedo entender la melodía, escalaba absorta en ella. Sé
que ella sabía en el estado en el que estaba y lo disfrutaba.
Me detuve un momento, no podía seguir escalando el último peldaño hasta
la cima, no sentía el brazo que sujetaba el carrito.
- Muriel, hermano, tú eh… tienes
más fuerza que… ¿todos? ¿Podrías subir tú el carrito hasta arriba?
- Sí, dale.
Él me miró y puso su mano en mi zona lumbar, dándome el impulso que
necesitaba para llegar a la cima junto al carro.
- Gracias, Muriel… - dije, mientras me sentaba contra una roca.
Aquí en la cima, el cielo empezaba. Estas son, sin duda, las ruinas del
anfiteatro que coronó este cerro hace décadas, en la pendiente está mi casa,
pero aquí… Aquí vivo realmente.
Muriel se sentó mi lado y sacó pan de lembas del bolsillo de su hoodie,
ofreciéndome una parte.
- ¿Desayuno? – le pregunté a Camelia
y ella me miró…
Confusa. Sí, me miró confusa. Ella sabía que yo era consciente de su
juego y aún así… Yo le ofrecía desayuno, eso la desconcertaba.
Y después me sonrió, con una sonrisa hermosa en esos labios pintados de
cereza, pero era una sonrisa distinta, más genuina, ahora no estaba intentando
manipularme. Y yo era feliz por eso.
Camelia se recostó a mi lado, apoyando su cabeza sobre mi hombro soltó
un suspiro que me encogió el estómago de ansiedad por quererla cerca.
Comimos viendo el horizonte, más allá de la difusa división entre el
cielo y el mar, aquí donde el aire delgado, vacío de la montaña nos dejaba sin
aliento. Donde las oposiciones eran absurdas y el abajo no significaba más que
la altura. Aquí perdimos la mirada.
Camelia era una criatura singular a la que tenía que entender antes que
me llevara a mi muerte, incluso si voy feliz a ella.
Tomó mi mano y con la suya, lentamente conectó los símbolos tatuados en
la mía con los dedos. Su índice sobre mi primer nudillo, el medio sobre el
símbolo en el dorso; hacia la izquierda, el corazón y su meñique sobre el
espacio entre mí meñique y corazón. Levanto la mirada y atrapó mis ojos, mi
atención, mi realidad. Tomó mi otra mano y repitió el procedimiento con los
símbolos de otro sistema de creencias tatuados en mi piel.
Estaba trazando un mensaje, un mensaje claro y fuerte, que yo entendía
muy bien, sin embargo, en las notas silenciosas de su toque.
Había encontrado mi alma gemela.
Y en sus ojos, veía peligro.
Se acercó más, atontándome con la calidez de su cuerpo y aliento en mi
cuello.
Y susurró algo que no entendí. Era ruido de otro mundo, incitándome en
un tono burlesco y coqueto.
Susurró la última palabra contra mi piel y salió corriendo, con mi
mochila.
De inmediato entré en pánico: mi mochila tenía las cosas que había
robado a causa de mi hermana y no podía dejar que ella las viera. Pero detuve
esa línea de pensamiento mientras veía la pequeña figura de Camelia correr
entre las ruinas del anfiteatro reclamadas por la vegetación desértica. No
podía perder solo mi mochila, no podía perderla a ella.
Salí corriendo sin pensarlo un momento más.
Cada pedazo de ruina marcaba la ruta que sus espacios demarcaban y
gracias a los grafitis de Muriel, conocía perfectamente el trazo hasta el lugar
al que sus pies la llevaban. En menos de un minuto estaba sobre ella, quitándole
la mochila que tiré lejos, para que no estorbada entre nosotros. La inmovilicé
contra el suelo, sujetándole las muñecas, para obligarla a mirarme. Necesitaba
saber qué hay detrás de esos ojos, detrás de esa sonrisa que me vuelve loca.
Sostuvo mi mirada mientras pasaba las piernas lentamente entre las mías.
Antes que hiciera algo de lo que me arrepintiera la solté y me paré,
ofreciéndole una mano para ayudarla.
Ella la tomó y me empujó contra ella. Caí de cara contra sus senos y
empezó a reírse histéricamente, abrazándome con todo su cuerpo, sosteniéndome
cerca. Sus manos se colaron entre mi ropa y sus piernas se enroscaron sobre mí.
Sin duda me quería inmovilizar.
Pero no me molestaba.
No me quería mover.
Trazó mi espalda con sus dedos hasta mi cuello, forzándome a desenterrar
la cara de su pecho. Me quedó mirando con esos ojos, oh, esos ojos y pasé mis
brazos por su espalda, levantándola contra mí. Así, entre mis brazos no se
sentía más que como una muñeca, delicada, suave y… vacía en una forma que no podía
entender.
Camelia soltó una risilla y me apretó más contra su cuerpo. La besé
lentamente y ella me respondió con intensidad que mostró con todo su cuerpo.
Me alejó para enterrarse en mi cuello, lamiendo mi piel.
- Mañana, a las 11, la dirección está en tu mochila. Necesito ayuda. –
susurró y besó detrás de mi oreja antes de desplomarse.
Entre mis brazos solo quedaba una muñeca de trapo grandes ojos cafés y
cabellos de lana roja trenzada.
Me dejó, ahí, solo. Respirando fuertemente contra el suelo desértico,
anhelando esa calidez de nuevo.
Me levanté y me sacudí junto a la muñeca y la miré en la luz del
amanecer. Estaba cocida con su cabello y sentía el patrón de símbolos en la
tablilla dentro de la muñeca a través de mi palma. Para dejar esto conmigo,
debía confiar en mí. Ella sabía lo que hacía y lo que yo puedo hacer; yo sabía
lo que ella hacía y me encantaba.
Metí la muñeca en mi mochila y contemplé el poder que me concedía, luego
miré el pedazo de papel que Camelia me había dejado. Una promesa encubierta,
una condición peligrosa.
- ¿Vamos? – me llamó Muriel, acarreando mi carrito con mis compras.
La noche se cerraba encima de mí. Se cerraba como una cubierta, una
cortina instalándose en el plano de la ciudad. Lamía mi cuello casi de la misma
manera que lo había hecho Camelia, pero consumado por una multitud de voces,
espíritus que susurran su despertar a estas horas.
Estaba parada enfrente del Teatro Dedalera. Ruinoso y apestaba a magia
pútrida. No me sorprendía que este lugar fuera donde mi compañera estaba.
Suspiré y toqué el timbre, las puertas se abrieron para mí y entré, dejando
atrás las manos intrusivas de los espíritus de la noche.
Ella me esperaba en medio del pasillo, una muñeca de trapo en su mano,
que dejó caer cuando me vio. Me sonrió y la rigidez de mi postura se deshizo
cuando me ofreció su mano. Era inconsciente, automático, inevitable. Me
enrosqué entorno a ella el momento que la toqué, ella hizo lo mismo.
- Necesito tu ayuda. – me susurró en el oído, frotando su pierna
entre las mías.
Me quería usar.
Lo sabía y no me importaba, disfrutaba la idea de ser manipulado por
ella.
Me guio a las entrañas del edificio, procurando mantener contacto constante,
trazando los patrones tatuados en mis manos y brazos con un toque provocativo.
Su control, aunque efectivo no era total.
Me paró frente a una puerta y me besó. Había algo más en sus ojos, el
miedo de que esto no estaba yendo de la manera que planeaba, pero su promesa
implícita del día anterior seguía en pie. Estaríamos juntas después de esto.
Después de hacer lo que ella necesitaba.
Camelia abrió la puerta y seis personas esperaban en la siguiente
habitación. Se movían como uno y sus ojos estaban fijos en mí.
- Ellos son mis compañeros de teatro. – me dijo al oído, prendida de mi
brazo, nuestras manos firmemente tomadas.
Luego se acercó más a mi oído, susurrándome con ese aliento cálido que
hace que mis nervios palpiten a flor de piel.
- Tú puedes hacer cosas… distintas a lo que nosotros podemos… Necesito
que… hagas una muñeca de mí. – me dijo,
mientras me empujaba a través de otra puerta.
Dentro me esperaba todo lo que necesito y lo que no, lo llevaba conmigo
siempre. Me volví para enfrentarla. La tomé del cuello de su camisa, haciendo
que nuestros labios se rozaran.
- Voy a ayudarte, Camelia. Pero necesito que hagas valer esto. – le advertí, forzándola a tocar mis manos
tatuadas, repasando el mensaje.
- Entonces fija mi forma a este mundo. – me respondió, dejando su
silueta desvanecerse.
Me volví a los materiales dejados por mí, poniéndome a trabajar. Un
maniquí será su base, su forma ya es familiar a mis dedos, su textura y sus
marcas, sus curvas, el calor de su cuerpo.
Abrí la mochila y saqué el muñeco que me había dejado ayer. Los cabellos
que mantenían la tela junta se desvanecían del mismo modo que ella lo había
hecho. El cuerpo de estas criaturas no
dura más que un par de días. No tenía mucho tiempo para trabajar.
Ahí, en el rostro de un maniquí planté el beso que sellaba la
permanencia del demonio de mi amante.
- Escrito 20-11-17, basado en un sueño
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